miércoles, 10 de mayo de 2017

Fuego en Los Quintrales

Fuego en Los Quintrales, es el nombre que elegí para el disco debut del proyecto en que me encuentro componiendo ahora. Luego de poner pausa indefinida a los Sálima, por temas de tiempo y distancia (Pablo se fue a vivir a Coyhaique), y con 3 canciones maqueteadas para grabar, me dio lata perder toda esa pega y cariño puesto en la música. Bajo esa reflexión, nace Volarama como proyecto. No voy a mentir, me resulta más cómodo tener mayor control sobre lo que se compone.

A las 3 maquetas ya mencionadas, se añaden 2 composiciones más, para completar un disco de 5 canciones, que nos encontramos grabando en este momento. Si bien no es un disco conceptual, es un disco que se encuentra atravesado por el afecto. O el amor, como lo llaman algunas personas. Amor de amigo, amor de pareja, amor de padres a hijos. Amor a uno mismo.

Fuego en Los Quintrales, es a su vez, el quinto y último tema de este disco. Y es acá donde me quiero detener. Más que en la canción, en lo que señala o representa. Los Quintrales, o inicialmente conocida como "Villa Los Quintrales", se pensó originalmente como una Villa para profesores de La Ligua. Sin embargo, la gente de la población "El Cobre" de nuestra ciudad, en búsqueda de una solución habitacional definitiva, se tomó la incipiente construcción, permaneciendo allí. Hasta hoy. El golpe y la dictadura los pilló en la que, al parecer, es la primera y única toma que se ha realizado en el pueblo.

Cuentan que en el invierno, cuando subía el río, el agua tocaba la puerta de los pobladores. Que cuando don Arturo Quezada vivía allí, tenía momias bajo la terraza de su casa. Que un niño llamado Álvaro, dio sus primeros pasos en la plazoleta de Los Quintrales, donde tiempo antes el abuelo de Sereño plantó el pino que aún está en ese lugar.

Este punto de la ciudad, fue el lugar elegido por mis padres para vivir en La Ligua, cuando hace 35 años llegaron desde el Valle de Quilimarí, a estos territorios. Que el Valle de Quilimarí, y el Valle de La Ligua, que son los dos lugares donde han y hemos vivido, son a su vez los lugares donde sin pensarlo, se grabó el disco. Sin embargo, Los Quintrales es el lugar donde gestaron sus primeros proyectos, las primeras líneas de lo que son ahora. Ese fue el lugar donde el fuego nació, donde comenzamos como familia en La Ligua, donde se generó el ímpetu, la fuerza que siempre ha acompañado a mis padres en todo lo que hacen, hasta el día de hoy. Esa energía especial que hace que todo lo que tocan florece, se expande, crece, mejora. El fuego que siento cada vez que me abrazan, o me dicen que me quieren. Que están orgullosos de mi. Esa sensación, es la que quise y quisimos transmitir en esta canción. Que en el ciclo que este disco viene a cerrar en mi, ellos fueron y son parte fundamental. Gracias por estar siempre.

Luego de eso, nos trasladamos a la Calle Papudo, donde mis padres aún viven. Pero eso ya es otra historia (¿u otro disco?)

Mis padres nunca van a leer esto. La canción, probablemente no la escuchen jamás. Pero fue mi forma de decir que los quiero y que su esfuerzo valió la pena, y que el fuego que hace años encendieron en Los Quintrales, lo llevo dentro, y trata de salir día a día. Que se manifiesta, y que inspiró la canción que cierra este trabajo.







miércoles, 23 de octubre de 2013

Bonita

Porque ya basta de solo pensar
porque ya me decidí
hoy voy a hacerla bonita

Nada de cosas a medio filo acá
no más copas de vino a medio terminar
no señor
desde ahora
y para siempre
me tiro de cabeza
al vacío

Es por eso que un día de estos
cuando el sol se duerma
y los pájaros que cuida tu abuela
se acurruquen en sus nidos
voy a llegar a tu casa
como un gato saltaré la cerca
subiré por la ventana
y caminaré lentamente por el pasillo
entraré a tu pieza
y ahí donde plácidamente duermes
te daré un beso
en la frente
te tomaré entre mis brazos firmemente
y saldré corriendo

No importa que tu madre me mire con cara de espanto
no importa que tu padre me persiga con un palo
no importa que tu perro chico
ese que siempre me ladra
y me muerde los talones
cuando voy a verte
chille y se aferre con sus dientes
a mi pantalón
no importa.
seguiré corriendo
mientras esos ojos rasgados
que se ríen cuando me miran
se abren despacito

Me das un beso
te agarras firme a mi cuello
cuando yo tomo una cuerda
y bajo volando por la ventana a la calle
donde los vecinos
alertados por la bulla y el alboroto
miran boquiabiertos
nuestra hazaña

Rodamos por el suelo de tierra
las hojas se nos pegan al cuerpo
mientras la luna desde lo alto
aplaude nuestra valentía
felices y riendo
nos paramos
nos abrazamos
nos tomamos de la mano
y nos vamos a recorrer el mundo
Porque ya basta de solo pensar
Porque ya me decidí
hoy voy a hacerla bonita
Como tú.


lunes, 29 de julio de 2013

Mi juego favorito

Hoy descubrí,
Que mi juego favorito
Transcurre los días sin tiempo.

que cuando está nublado,
y despertamos tarde
Y la bruma que baja desde el cerro al mar,
nos envuelve en su blanco y suave regazo
es el momento perfecto
para jugarlo.

cuando la taza de té
que abriga tus manos
baja a tus piernas
y te quedas con la vista perdida
mirando por la ventana
los perros que mojados en la calle
tiritan de frío
yo me quedo inmóvil
como si fuera de piedra
sometido
por esas pequeñas hebras
que desde tu frente bajan
a bailar
sobre tu rostro.

y es ese
el momento exacto
en que comienza el juego
donde yo
con la toda la delicadeza de este mundo
y la precisión
de un orfebre milenario
entre mis dedos tomo
eso delgados hilos dorados
y los pongo
tras tus orejas,
mientras tu
pareces regresar
de la eternidad del sopor
y te das vuelta
tan solo un segundo
para regalarme
una sonrisa.

jueves, 23 de mayo de 2013

Silencio

Si después de la muerte
solo queda
el silencio
hay que aprovechar
de hablar
ahora.

Decir,
por ejemplo,
que la noche
esta fría
que la sal
está mojada
que la lluvia
que caerá
vendrá con tu olor
a menta
y frutilla.

Decir
en voz baja
bajita
casi como el susurro de las hojas
cuando hablan a través del viento
revoloteando en la orilla del camino
que a veces
solo a veces
te extraño.

domingo, 19 de mayo de 2013

Bernard

Bernardo sale de su casa
con treinta vueltas al sol
en el bolsillo.
arquitecto,
futbolista,
mago,
trapecista.

Una vez le regalé un apretón de manos,
y él me devolvió un abrazo.

porque
en su cumpleaños
siempre llueve?

el vaso de vino
en la mano izquierda
el cuchillo
en la derecha
mientras cae el sol.

Bernardo
regresa a su casa
le hace un cariño
al perro
se tira en el sillón
cierra los ojos
y se ríe
como todos los días. 

lunes, 22 de abril de 2013

Ama_nece

Hoy
elegí
Salir detrás del cerro,
como el sol,
e iluminar todo.

Sentarme en un rayo
y desde lo alto
mirar
al vacío siniestro.

Acá no hace frio
ni calor,
acá no hay tiempo
ni apuros.

Acá no veremos
la noche,
solo
amaneceres.

Acá despierto
y duermo
al mismo tiempo.

Acá no sé donde estoy
tampoco
me importa.

viernes, 15 de febrero de 2013

Sangre y Naranjas.

          Veinte días después, volví a ver a la señora Domínguez. Sabía que algún día iba a pasar, pero no pensé que sería tan pronto. La tarde estaba cayendo despacito, mientras  yo venía bajando por el camino que bordea el canal, cuando ella apareció en su carruaje siguiendo la senda. No podía ser otra. El cortejo que acompañaba su marcha, venía seguido por el ruido de los perros que  tirados por gruesas cadenas negras que terminaban en las manos de los gigantes que le protegen, ladraban a cualquiera que intentara acercarse a la comitiva. No bajé la marcha, tampoco la vista. Seguí caminando tal como venía: Con mis audífonos colgando y sonando despacio, por el medio de la calle, con mis pies descalzos y llenos de barro, con las zapatillas en mi mano izquierda, y en la derecha unos conejos muertos, cuyo hilo de sangre que brotaba lentamente de sus cabezas iba dejando una marca endeble en el camino, un trazo invisible, casi imperceptible de mi paso por esta senda tardía.

          Hace diez años, o tal vez un poco más, que conozco a Beatriz Domínguez. Siempre la veía llegar a la casa de mis padres, perfectamente vestida y arreglada, una reina sacada de otra época que iluminaba el salón con sus dorados cabellos, la elegancia hecha mujer, con su sonrisa de perlas nacaradas y sus delgadas y suaves manos, me daba un abrazo impregnado de los naranjos de su estancia. - Natalia, querida Natalia, ¿Qué edad tienes ya?- me decía sonriendo con su voz suave pero firme, que estallaba en una sonora y generosa carcajada, parecida a un canto de sirenas que ejercía sobre mí un extraño dominio, como la hipnótica melodía que se escapa de la flauta del encantador de serpientes, flotando por el aire mirando fijamente a la víbora que no se puede resistir y sale de su canasta y cae bajo el poder de la música, yo me movía a su compás, derecha, izquierda, derecha, izquierda, y comenzaba a sudar, y reír nerviosa, mientras mi madre tomaba su abrigo y presurosa la hacía pasar al comedor, y rápidamente llamaba a las criadas, y todo giraba en torno a Beatriz, que era un sol en esta mínimo universo que era mi hogar y la víbora que aún está encantada, pero ya sin encantador, y no le quedaba más opción que irse a un rincón y desde allí  mirar al resto, sin encajar, pero deseando sentir esa risa hipnótica y moverse a su compás una y otra vez, una y otra vez hasta caer muerta. 

          -¡Sigue caminando, no te detengas! Exclamó uno de los conejos  que llevaba en mi mano, sacándome de golpe de mis nebulosos pensamientos. Miro su cabeza destrozada y él me mira con lo poco que queda sobre su cuello, y con la mitad del ojo que mi disparo certero dejó en la maraña de pelos y sangre que ahora me aconsejan. Lo levanto y lo pongo a la altura de mi nariz, para oír mejor su opinión, mal que mal, todo sabemos lo juiciosos que los conejos muertos pueden llegar a ser, pero se queda callado, limitándose a mover sus pequeñas patas y golpeando mis mejillas, para que alcance a dar vuelta mi rostro y ver que el carruaje se ha detenido frente a mí. Tomo aire, dejo los conejos en el suelo, y con rápido y frágil movimiento me anudo el pelo. La polera mojada se pega a mi cuerpo, sudado luego del ejercicio en el cerro y la cacería. Se abre una pequeña ventanilla y se ondea un pañuelo gris, y casi de manera instantánea uno de los negros coge una sombrilla y se acerca al carruaje. Una puerta se abre… 

          El día que cumplí trece años, Beatriz llegó a mi casa. El sol se retiraba a descansar, al igual que los últimos invitados de la pequeña fiesta que mi madre había preparado para mi: Torta de rosas, leche y chocolate. Música, regalos, vestidos y risas. Nada fuera de lo usual, nada fuera de lo común, salvo por el olor a naranjos que de pronto inundó el salón. Y la víbora que llevaba días inmóvil, lentamente sale de su sueño, se estira, bota la tapa de la canasta y comienza la danza, derecha, izquierda, derecha, izquierda, siguiendo la risa que ya está a su lado y la mira, con ojos de fuego, con ojos que nunca había sentido de esa manera, miradas que parecía garras que se clavaban en mi cuerpo de niña,  que queman sus escamas pero no se detiene, derecha izquierda, derecha, izquierda, - Gracias Beatriz por tu regalo, gracias por venir-, derecha, izquierda, derecha, izquierda, - Mamá está en la cocina- derecha, izquierda, derecha, izquierda. Todo se revuelve, el olor, su carcajada sonora, la voz de mi madre y la comodidad de una silla que de repente se cruza en mi desvarío, a la que con suerte alcanzo a llegar y quedarme quieta, tiritando y con un volcán en mi estómago. Quiero que Beatriz, me toque, me abrase, me muerda, quiero ser los naranjos en su piel, quiero ser su risa, quiero ser Beatriz y hacer bailar la víbora y quemar sus escamas con la mirada mientras la hago bailar con mi risa. Quiero tener su carruaje y vagar eternamente con ella por los caminos, quiero ser su vestido y rozar su piel durante el día. Y al caer la noche, abrazarla y dormir con ella y despertar y… - ¡Natalia, querida! Escucho la voz de mi madre desde la cocina. ¡Acércate linda! – Temblado me voy caminando con la cabeza gacha, y las piernas adormecidas. Entro a la cocina impregnada de olor a naranjo y las veo a las dos sentadas conversando animadamente. – ¡Natalia! Beatriz me ha pedido que te autorice para que pases unos días en su casa. Necesita a alguien que le ayude con sus quehaceres y le haga compañía. ¿Te parece bien?- Asentí con los labios apretados, en silencio, y rápidamente salí de ahí. En ese momento no alcancé a dimensionar lo que significaba ayudar a Beatriz con sus “quehaceres”, ni lo que se venía para mí en esa casa. 

          Durante los siguientes seis años, los días martes y jueves, salvo los días que estaba con mi periodo, el carruaje negro se detenía a las tres de la tarde afuera de mi hogar. Mientras uno de los negros me abría la puerta, otro tomaba mi mano y me ayudaba a subir. Un golpe a los caballos y ya estábamos en marcha. Los quince minutos que separaban mi casa de la suya eran interminables y solo bajaba la angustia cuando comenzaba a percibir, metros antes de llegar el olor a naranjo, que poco a poco se fue impregnando en mi cuerpo. Ya en su casa, lo primero que hacía era desnudarme  y entrar en una habitación, donde Beatriz me estaba esperando. Siempre impecable, siempre perfecta. La rutina era la siguiente: Después de peinarme y anudarme el pelo, me lamía completamente, como una gata que limpia a sus crías, iba pasando su lengua por cada centímetro de mi cuerpo, que se iba erizando al contacto de la suavidad y humedad de su lengua. Me aseaba delicadamente, sin dejar ninguna parte de mi cuerpo sin conocer su tibio masaje. Después venían los latigazos. Despacio, comenzaba por mis nalgas, una breve caricia con su mano de cuero y el golpe, uno, dos, tres en cada una para endurecerlas. Seguía con mi espalda, mi cuello, mis pechos q se ponían como piedra al contacto con ese pequeño látigo y que aún en formación, fueron creciendo bajo su disciplina. Un día, y sin causa aparente comenzó a azotarme en la entrepierna. Suaves y pequeños latigazos que se fueron incrementando poco a poco, más fuertes, más dolor, más latigazos  hasta que grité de dolor y placer, en el que fue mi primer orgasmo, generado solo por aquella delgada y dócil vara de cuero que en las manos expertas de Beatriz, pareciera estar dirigiendo una orquesta formada por mil violines, que tocaron la más dulce de las melodías al compás de mis gritos al momento que estallé sobre su alfombra roja.  Se rió a carcajadas, largas y sonoras,  y la víbora bailó distinto esta vez, con más gracia, con la sutileza de un nuevo movimiento aprehendido y degustado, con la gracia que solo el encantador era capaz de percibir.

          La siguiente sesión fue diferente. Al entrar desnuda a la habitación, me di cuenta de que no estaba sola. Había allí un chico rubio de unos quince años. Delgado, guapo, blanco, con unas pequeñas pelusas sobre su pubis y un par de marcas rosas entre sus piernas, me hacen pensar que seguramente él es el aprendiz de las mañanas de Beatriz. Me mira igual de nervioso y sorprendido que yo al verle. No alcanzo a decir nada, cuando Beatriz, látigo en mano, entra y nos presenta.

 -Natalia, me dice, él es Patrick. 

          El joven me mira y hace una torpe reverencia. No puedo evitarlo y me largo a reír, hasta que secamente soy interrumpida por el látigo en mis pezones. – Acá la única que se ríe soy yo – me dice la dueña de la fusta, con su sonrisa de perlas intacta. Sin dejar de sonreír, me toma de las manos y  me recuesta en la alfombra roja.  Se pone frente a mí y me pide que abra las piernas. Obedezco y siento el aire fresco colarse en mis entrañas, mientras el muchacho mira atentamente. Sin previo aviso, siento un latigazo firme mi entrepierna. Me estremezco de dolor y placer y lanzo un grito ahogado, al mismo tiempo que la humedad baja por mis muslos y llega hasta la alfombra. Beatriz se ríe y la víbora comienza a bailar  en su cesta. Repite la operación hasta que me retuerzo en el suelo y se detiene. Apunta con el látigo a Patrick y le hace una seña con la fusta. El joven se acerca y se pone sobre mí. Quedamos frente a frente y me mira, y al abrir mis sentidos puedo olerlo, sentir su calor sobre mi y su erección inminente crecer en mi vientre, puedo percibir y sentir el olor a naranjos en su cuerpo, y junto a eso  ver a Beatriz lamiéndolo y aseándolo todos los días con su lengua, puedo sentir los latigazos en su espalda, cada vez que el hacía algo equivocado, puedo sentir como penetra a Beatriz tal como ahora está haciéndolo conmigo, despacio, de manera gentil, mientras me acaricia con sus manos y su nariz pasa suavemente en mis oídos y mi cuello. Beatriz mira desde una esquina, controlando todo, satisfecha por su resultado. Cuando Patrick acelera el ritmo, se siente un latigazo en su espalda, seco y firme, al mismo tiempo que al apretar su cuerpo, siento la sangre bombeada en mi vientre a punto de estallar. Ahora se pone detrás de el y comienza a darle pequeños latigazos en sus testículos, al mismo tiempo que él me penetra. Muchos de esos latigazos van a dar a mis nalgas, se confunden en un todo, mientras más rápido más latigazos, suaves y firmes. Los siento en él, los siento en mí, hasta que en un grito ahogado Patrick estalla en mi vientre y yo con él, mientras me muerde, gime y llora en mi hombro. – Bien hecho queridos- exclama Beatriz, dichosa desde una esquina. Sus dos aprendices habían comenzado bien. 

          Los años pasaron y cada martes y jueves, látigo en mano, la señora Domínguez nos fue instruyendo en las artes del cuerpo. Posiciones, torturas, quemaduras, sangre, fueron desfilando lección tras lección en la alfombra roja. A veces ella se masturbaba, otras no. Nos corregía, y castigaba, quería que fuéramos los amantes perfectos y lo éramos. Dimos satisfacción a sus deseos más oscuros y aberraciones nunca antes pensadas, éramos su carne dispuesta a hacer lo que quisiera con nosotros. Disfrutaba del dolor, de las humillaciones, los castigos, pero lo que más disfrutaba era a Patrick. La delicadeza con que me trataba, y aún en medio de ese caos sexual, la ternura que en cada gesto tenía hacia mí, los susurros en mi oído, sus manos olor a naranja en mis senos, en mi espalda, en todo. Hace veinte días atrás, entré desnuda al cuarto y ella no estaba. Solo Patrick, en un rincón desnudo igual que yo. Lo miro pasivamente y él me sonríe, como nunca lo había hecho. Hace seis años que tenemos sexo hasta caer aturdidos los martes y jueves, salvo cuando estoy con mi periodo, y jamás, jamás hemos conversado de nada.  Estamos solos, no hay nadie, por alguna extraña razón Beatriz se ausenta. Sin pensarlo corro a sus brazos y le doy un beso amoroso, tierno, de niños. Se sorprende, pero me lo regresa de inmediato, me coge de la cintura y me lleva a la alfombra roja, terreno conocido para ambos, y ahí por primera vez, hacemos el amor, y gritamos y gemimos, sin dirección, sin indicaciones, sin satisfacer a nadie más que a nosotros mismos. En este momento único, hacemos lo que se nos da la gana, sin latigazos, sin castigos ni premios, solo placer y deseo en su estado más puro, la respiración que se entrecorta y caemos al mismo tiempo, volando en un espiral imaginario formado por la víbora y el nuevo encantador de serpientes, que no solo la hace bailar, sino que baila y danza con ella, y se confunden de manera tal que nadie podría adivinar quién es la víbora y quien es el encantador. Un golpe y un grito nos sacan de la fantasía. No es un latigazo, el sonido es más duro y seco esta vez. Un bastón se quiebra en la espalda de Patrick y es Beatriz quien con la cara roja de ira grita, y chilla fuera de sí. El muchacho se para y va a un rincón. Yo no. Cojo el látigo colgado en la pared y empiezo a azotarla. No suavemente, no castigándola, no. Con toda la fuerza que mi brazo tiene, la hago gritar, hago saltar la sangre de su piel, y el olor a naranja con sangre inunda la habitación, mientras Patrick coge el bastón y empieza a darle golpes en las piernas, en la cabeza, en la espalda. Palo, latigazo, sangre, naranjas. Beatriz está inconsciente en la alfombra y el muchacho se ríe. La víbora baila feliz con su nuevo encantador. Patrick se para frente a la durmiente, la mira dormir atentamente, como un niño a su madre. Lentamente comienza a tocarse, sin dejar de mirarla. Cada vez más rápido se masturba, riendo y dando saltitos. Bota su leche sobre ella, con los ojos abiertos de emoción, se acerca a mi, me da un beso sonoro, coge su ropa y se marcha. Yo hago lo mismo. El carruaje no me fue a recoger esa semana, tampoco lo esperé.

-Señorita Natalia – La voz de uno de los negros me trae de regreso al camino, a la puerta que se abre, y a la aparición de Beatriz Domínguez en este camino de tarde, y el negro que rápidamente pone sobre ella la sombrilla, aunque el sol ya casi se esconde y no tiene necesidad alguna. Está igual que siempre, impecablemente de gris, y a pesar de los moretones y rasguños en su cara, y salvo por la leve cojera que dilata su bajada del carruaje, está bellísima. No sonríe esta vez, está seria y preocupada y la víbora se queda quieta, ni siquiera se molesta en salir de la cesta. Se vuelve al carruaje y saca una pequeña caja y me la extiende. La quedo mirando, dejo mis zapatillas y los conejos en el suelo, y la tomo. Le sonrío, pero no encuentro respuesta. – La caja de Pandora – me dice el conejo desde el suelo, pero no le hago caso. Además de estar muertos, los conejos siempre han sido exagerados y mal hablados ¿o no? Miro la caja, miro a Beatriz. Un leve olor a naranjo sale de mis manos. No quiero tensar más el momento, los perros, los caballos, los negros, la sombrilla y los conejos deben de estar muy aburridos. La destapo. Es el pene de Patrick.